Caperucita y los lobos

 



Había una vez una muchacha que caminaba por una carretera de montaña a las dos de la madrugada, sola y con la luna llena como única fuente de luz.

 

Al menos hasta que los faros de aquella furgoneta oscura la deslumbraron por la espalda. El vehículo empezó a aminorar la velocidad y la mujer que la conducía bajó la ventanilla y se dirigió a la muchacha.

 

—¿Necesitas que te llevemos, cariño?

 

—Red, no cariño —le contestó la jovencita metiéndose las manos en los bolsillos de la sudadera—. Y no hace falta, vivo cerca.

 

La furgoneta aceleró y derrapó frente a ella, cerrándole el paso. Un segundo después, una sombra abrió la puerta lateral, la agarró de un brazo y la arrastró dentro mientras ella pataleaba y gritaba desesperada.

 

Los gritos siguieron llegando de la parte de atrás hasta el asiento del conductor, que empezó a sonreír.

 

—¿Te estás divirtiendo sin mí, cariño?

 

—Ya te he dicho que me llamo Red—contestó la muchacha con una ligera risa en la voz—. ¿Era tu novio?

 

—Me obligó —se apresuró a decirle, aterrada.

 

—¡Oh, por supuesto! —asintió un par de veces antes de negar con la cabeza—. ¡Nah! No cuela. ¿Crees que me metería en este fregado si no supiera que eres tú la que escoge a las chicas para el despojo humano de tu novio como si fuera un buffett?

 

Le tapó los ojos, tirando de su cabeza hacia el respaldo y le cortó el cuello con la navaja de barbero todavía manchada con la sangre de su socio. Novio o lo que fuera. Las nimiedades le traían sin cuidado.

 

Levantó la vista el tiempo suficiente para ver el bosque avalanzarse sobre el coche ahora que no había nadie controlándolo.

 

—Oh, oh...

 

Cinco minutos después, se despertó en el suelo de la furgoneta. El humo empezaba a llenar el habitáculo tras estrellarse contra un árbol. 

 

Le pegó una patada a la puerta, se caló la capucha de su sudadera roja, guardó la navaja y se alejó del furgón hacia lo profundo del bosque con una sonrisa.

 

—Lobos a mí.

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