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Caperucita y los lobos

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  Había una vez una muchacha que caminaba por una carretera de montaña a las dos de la madrugada, sola y con la luna llena como única fuente de luz.   Al menos hasta que los faros de aquella furgoneta oscura la deslumbraron por la espalda. El vehículo empezó a aminorar la velocidad y la mujer que la conducía bajó la ventanilla y se dirigió a la muchacha.   —¿Necesitas que te llevemos, cariño?   —Red, no cariño —le contestó la jovencita metiéndose las manos en los bolsillos de la sudadera—. Y no hace falta, vivo cerca.   La furgoneta aceleró y derrapó frente a ella, cerrándole el paso. Un segundo después, una sombra abrió la puerta lateral, la agarró de un brazo y la arrastró dentro mientras ella pataleaba y gritaba desesperada.   Los gritos siguieron llegando de la parte de atrás hasta el asiento del conductor, que empezó a sonreír.   —¿Te estás divirtiendo sin mí, cariño?   —Ya te he dicho que me llamo Red—contestó la muchacha con una ligera risa en la vo

01. Los violinistas de Hamelín

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Era una noche tranquila en Hamelín. Hasta que la música volvió a sonar en las calles en completo silencio de la ciudad. Dos años, hacía dos años que no habían oído aquella canción endiablada. Ni esa ni ninguna otra. Pero estaba ahí otra vez, infectándoles. La misma melodía dulce e infantil que les había quitado a sus niños. Esta vez era distinta, de todas formas. Se había vuelto rica y compleja, con tres violines en lugar de una simple flauta. Lo único que tenía en común es que las dos eran embriagadoras y para cuando quisieron darse cuenta de lo que estaba ocurriendo toda la ciudad estaba bailando en la plaza principal. Frente a ellos había tres muchachos, una chica y dos chicos, de no más de diecisiete años. Los tres hermanos, de eso estaban todos seguros, los miraban de forma desafiante con los fríos ojos negros con los que les había mirado el flautista dos años antes. —Dadnos a quienes persiguieron al flautista y podréis volver a casa con vida. No tardaron en coger a